Esas mujeres que, pasados los treinta y pico, sin hijos, desarrollan una querencia insaciable por sentirse madres. Empiezan a simular partos en sus defecaciones, durante las que se animan profiriendo gritos de dolor, desencajando la cara con cada contracción intestinal y resoplando con el pelo pegado a la cara. Cagan desnudas y llegan a sentir que dan a luz al desprenderse del excremento, entonces estallan en llantinas histéricas de felicidad. Con el tiempo complementan su enfermiza ficción, llegan a girar sobre sí mismas al terminar y pescan el zurullo del agua para acunarlo entre sus brazos. Mujeres que le cantan y dan besos amorosos a su propia mierda. Y después de años de deriva con esta práctica, un día, la compañera de piso entra en un despiste en el cuarto de baño y se la encuentra de rodillas junto al inodoro, sujetando algo repulsivo y negro contra el pezón descubierto mientras le dice: «come, hijo».
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