Como la mayoría de ustedes, todas las noches me masturbo. Es lo último que hago antes de meterme en la cama y, anoche, casi lo último que hago en la vida. Tenía que haber reparado en que padecíamos la temperatura más altas del año, pero se impuso la fuerza de la rutina. Me cepillé los dientes, me desnudé y pugné conmigo durante largo tiempo, parando a coger aire cuando me ahogaba. Para erotizarme, deslizaba viciosamente la mano libre por el torso lubricado de sudor, que bajaba resbalando desde la barbilla hasta saltar de los testículos a un increible charco en el suelo del cuarto de baño. Fue duro pero conseguí eyacular entre jadeos de agotamiento y me arrastré a la cama donde me esperaba un ataque al corazón. Me tumbé deshidratado y extenuado por el esfuerzo, sin resuello, con un fuerte dolor en el pecho. La luz estaba encendida pero yo estaba ciego, sólo veía minúsculos puntos blancos, estrellitas. Estuve allí tendido, entre calambres, viendo la vida escaparse, llorando y luego me dormí. Esta mañana he amanecido desnudo, con las sábanas completamente arrugadas y la luz del dormitorio encendida. Y unas tremendas ganas de masturbarme.
25.7.12
22.7.12
La vida de todas
Secarse con la misma punta de la toalla la boca y la vagina, pero en orden inverso. Saborearse. Y así todas las mañanas, dentro de la rutina diaria que lleva de la cama al trabajo. En el calor del verano, sudorosa, deprimida por permanecer en la ciudad durante estos meses mientras todos están en la playa. Llorar por las tardes a la vuelta de la jornada laboral, con la bolsa del supermercado por el que has pasado de camino a casa, llorar mientras planchas la blusa para el día siguiente. Y dejar de llorar para preparar la cena que vas a tomar viendo alguna serie estúpida en la televisón, abanicándote sola en la pequeña sala de estar de tu apartamento alquilado. Escuchar la música a través de la ventana abierta al patio por el que no entra aire fresco. Comer chocolate después de la cena y, antes de la medianoche, apagar la serie sin que todavía haya terminado y acostarse. Seis días a la semana. Y, el día de la colada, comprobar que esa esquina de la toalla ha empezado a desteñir.
19.7.12
Principios de proporción
Pequeños perros que defecan heces monstruosas. No me digan que nunca lo han notado: cuando caminan por las mañanas hacia el trabajo y se cruzan con la anciana que saca a su perrito, un pequeño pompón que de pronto se para en la mitad de la acera, mira con ojos inocentes y evacúa una importante carga. Esos gigantescos excrementos que son como si nosotros cagáramos bombonas de butano. Fíjense bien, no es una exageración, los excrementos son más largos que las patas y varias veces más gruesos. Resulta divertido comprobar cómo todavía no ha terminado de aflorar del ano cuando ya ha llegado al suelo, donde empieza a asentarse en directrices curvas. Es alucinante la idea de que si pesamos al perro antes y después de jiñar, la báscula puede indicar el doble o la mitad. Yo no lo puedo comprender, y lo he meditado mucho, cómo es posible vaciarse así, cuál será la sensación de evacuar resíduos de semejante dimensión. Porque, admitámoslo, a quién no le fascinan los anos de los perros, su tamaño, quién no piensa en ellos de forma recurrente. Es algo desproporcionado, singularmente en las especies más pequeñas, una de las partes más reseñables de su menudo cuerpo. El gran rosetón, tenso y ciego, capaz de desocupar medio perro y dejarlo en la acera.
14.7.12
Felicidad
El enorme, insano placer de piratear el correo electrónico de una antigua novia pasados varios años. Sentarse después de cenar a probar claves y, tras muchos meses, encontrar la correcta. Leer con avidez absolutamente todo lo que hay contenido en esa cuenta, recibido, enviado, eliminado y archivado. Descargar todos los ficheros adjuntos para poder examinarlos con más detalle repetidas veces. Esperar con el corazón acelerado mientras las fotos en las que ella sale se van cargando, lentamente, en la pantalla. Terminar poco antes del amanecer con los ojos secos y la ventana de algún otro sociópata también iluminada en el patio. Cerrar su cuenta con la satisfacción de constatar la más anodina de las vidas. Algo insultante, un tremendo fracaso personal. Reir histérico tras la lectura exclusiva de correos laborales o de insípidas manifestaciones de amistad. El cuerpo todavía me tiembla por la felicidad de su naufragio. Perdedora.
9.7.12
Números fraccionarios
No meo en la ducha, lo hago en el inodoro. Ahora bien, si mientras me estoy duchando me entran ganas, descargo sin problemas. Y tendiendo en cuenta que ducharme es lo primero que hago cada día nada más despertarme, el orín matutino siempre termina salpicando la porcelana blanca del plato de ducha. La razón de esta costumbre es el ahorro de agua o, para ser más preciso —no me vayan a confundir con un ecologista naif—, el ahorro de dinero. Cada vaciado de la cisterna supone 7 litros, exactamente la décima parte del gasto diario de agua que hago.
Es interesante la sensacion de abandonarse completamente, de relajar los músculos y permitir que el orín fluya libre mientras el agua limpia y templada cae sobre la cabeza. El repiqueteo musical de ambos líquidos contra la porcelana. El placer de evacuar con los ojos cerrados, desnudo, surtiendo la retención nocturna con el apéndice todavía en semi tensión entre suspiros, mientras la mezcla diluída se cuela por el desagüe.
4.7.12
Su sabor
Y en ese momento comete el gran error: recuerda que ha olvidado recoger las cartas del buzón y me pide que espere en el apartamento mientras baja a por ellas. Solo. La segunda vez que estoy aquí y me deja solo en su apartamento. En cuanto se cierra la puerta corro a su dormitorio, con el corazón desbocado y miro todo ávidamente. Abro el armario y cotilleo en los cajones, saco las bragas y las huelo muy fuerte. Jabón de lavadora. Debajo de las camisetas, una caja de preservativos hace que tense desafiante el pantalón. Me apresuro a dejar todo como lo he encontrado y cuando ya salgo del dormitorio me toca el premio: sobre la mesilla, sin que me haya percatado al entrar, se alza, totémico, el consolador. Me acerco de un salto —ya se escucha el ascensor ascendiendo de nuevo— lo lamo con depravación, y vuelvo al salón. Cuando ella entra en casa le sonrío con su sabor en la boca.
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