Secarse con la misma punta de la toalla la boca y la vagina, pero en orden inverso. Saborearse. Y así todas las mañanas, dentro de la rutina diaria que lleva de la cama al trabajo. En el calor del verano, sudorosa, deprimida por permanecer en la ciudad durante estos meses mientras todos están en la playa. Llorar por las tardes a la vuelta de la jornada laboral, con la bolsa del supermercado por el que has pasado de camino a casa, llorar mientras planchas la blusa para el día siguiente. Y dejar de llorar para preparar la cena que vas a tomar viendo alguna serie estúpida en la televisón, abanicándote sola en la pequeña sala de estar de tu apartamento alquilado. Escuchar la música a través de la ventana abierta al patio por el que no entra aire fresco. Comer chocolate después de la cena y, antes de la medianoche, apagar la serie sin que todavía haya terminado y acostarse. Seis días a la semana. Y, el día de la colada, comprobar que esa esquina de la toalla ha empezado a desteñir.
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